26 mayo 2009

La noche era cerrada. La poca luz que desprendía una luna pequeña en un ridículo cuarto menguante, saltaba de claro en claro, ocultándose juguetona detrás de oscuros jirones de nubes, en un desesperante juego del escondite nocturno. Apareciendo y volviendo a desaparecer, cual fuego fatuo traicionero.
Un callejón apartado del mundo, un lugar que sólo parece estar ahí en determinadas ocasiones. Un lugar oscurecido por la mugre de años acumulada, dónde acaban llegando los peores restos de la maldad humana. Un lugar donde las pesadillas pueden llegar a cobrar forma, o algo peor. Es ahí donde por un sólo instante ínfimo y breve se vislumbra una tenue luz amarillenta que brilla para después desvanecerse suavemente como si de la llama agonizante de una vela se tratara.
Bajo toneladas de inmundicia, dos pequeños ojos verdes comienzan a parpadear. Se abren por vez primera para contemplar el mundo. Un mundo cubierto de desechos que debe ser limpiado y purificado a fuego hasta lo más profundo.
Dos manos comienzan a moverse, probándose, sintiendo cada movimiento, disfrutando del hecho de poder moverse y calibrando sus movimientos. Esas manos, pequeñas y delicadas, se hunden en la basura y empujan para apartarla, primero despacio, frenéticamente después, ansiando salir, llegar afuera y poder respirar el precioso aire que impulse su vida. Apartando en cada movimiento pedazos y pedazos de residuos y porquería, pugnando por salir de esa placenta pestilente y liberarse por fin de ese parto de pesadilla.
Al fin alcanza la superficie. Aire. Luz, tenue pero cegadora.
El silencio de la noche, particularmente intenso en ese lugar apartado de todas partes, es roto por un suave sollozo seguido de un llanto contenido. Más silencio.
El callejón ha vuelto a quedar vacío de vida.
Sólo un espectador silencioso ha visto algo, la Luna se ha cansado de jugar y observa tímidamente asomando temerosa desde detrás de una nube particularmente oscura.

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